lunes, 17 de marzo de 2014



La metafísica es la máxima conceptualización de la realidad y trata de la obtención de lo trascendental respecto al universo y sus cosas. Es posible llegar a un conocimiento unificado y necesario del universo a partir del conocimiento científico llevado a una escala superior de abstracción. Desde los albores de la filosofía, en Grecia, los filósofos se han propuesto encontrar aquello que unifica y da sentido racional a la diversidad y al cambio que se experimenta cuando se observa la realidad. Podemos conocer íntimamente la realidad cuando al conocer sus relaciones causales llegamos a establecer que las cosas son funcionales porque ejercen fuerza. La unidad del universo se encuentra en último término en la idea de la complementariedad de la fuerza y la estructura.




Patricio Valdés Marín



La metafísica


La metafísica se erige sobre el conocimiento de una realidad de relaciones causales y de multiplicidad de objetos según el pensamiento que se elabora de acuerdo a las relaciones ontológicas más abstractas y, desde luego, a relaciones lógicas rigurosas. En primer lugar, las relaciones causales que universalizamos en relaciones ontológicas necesitan un contexto teórico para ser englobadas dentro de categorías conceptuales y, por tanto, abstractas. Para llegar a una verdadera comprensión de la realidad, no basta obtener una sumatoria de hechos observados y/o experimentados de modo inductivo, de los que incluso derivamos leyes universales. Preguntas como ¿qué es la vida?, ¿qué es el universo? y, en último término, ¿qué es el ser? pueden hacerse, no como producto solo del conocimiento objetivo de relaciones causales, sino que dependen de un contexto teórico y abstracto, pero no del modo apriorístico kantiano, sino que objetivo y a posteriori.

Para ser verdadero este contexto debe ser crítico, es decir, debe responder plenamente a la realidad. Por ejemplo, la cosmología contemporánea o, mejor dicho, la mayoría de los cosmólogos de hoy día dependen del contexto teórico expresado por la teoría general de la relatividad de Einstein. Sin embargo, al hacerlo ellos deben aceptar sin crítica alguna lo que esta teoría afirma respecto a la naturaleza del continuum espacio-temporal einsteniano como preexistente a las cosas del universo. Si se contradijera la concepción acerca de dicha naturaleza, entonces toda esta cosmología resultaría errónea.

Del mismo modo que la relación causal, la relación lógica requiere de un marco teórico como contexto para una mayor certeza. En la argumentación lógica las mismas premisas arrojarán siempre la misma conclusión. Cómo lo demuestran las computadoras, la lógica obedece a un orden mecánico. Sin embargo, una conclusión lógica no es inalterable si las premisas son modificadas. Un sano pensamiento humano abstracto está ejerciendo continuamente una crítica sobre las premisas. Éstas son juicios que hacemos sobre la realidad que experimentamos. Necesitamos que los juicios sean verdaderos, es decir, que se adecuen a la realidad. La sabiduría surge al reintroducir nuevas relaciones propositivas, argumentos y puntos de vista, apelando a aún mayor abstracción.

Combinando los dos mecanismos epistemológicos primarios –la relación ontológica y la relación causal– junto con el mecanismo secundario de la relación lógica para dar respuesta al "por qué de los porqués", es posible obtener un conocimiento unificado del universo en una especie de reedición de la metafísica clásica, pero respetando la autonomía de las dos metodologías del conocimiento objetivo, que son la filosófica y la científica.

La palabra “metafísica” se usará como el ámbito de expresión más abstracto y sobre todo más trascendental de la filosofía. Su función específica es el conocimiento que se puede obtener a partir de las conclusiones de la ciencia, pero llevado por un punto de vista filosófico a una escala más abstracta, necesaria y universal, en una máxima conceptualización de la realidad.

Sabemos que la palabra “metafísica” es a lo menos bastante ambigua y equívoca, siendo empleada, ya en su forma más degenerada, por algunos esotéricos para denotar las cosas que no son capaces de explicar, mientras le confieren una áurea de misterio a algunas fantasías. Aquí se hará uso de la mencionada palabra en el sentido que Aristóteles, o sus discípulos, le dio originalmente para referirse a ideas bastante abstractas que parten de la experiencia de lo real y que aspiran referirse a la realidad. Estas ideas estaban contenidas en su tratado denominado Metafísica para enlazarse de manera más bien práctica al libro que venía a continuación de su libro llamado Física, el que contenía temas más relacionados con una realidad más concreta.

El punto crítico de la metafísica es hallar una idea tan trascendental, por lo universal y necesaria, que pueda explicar la totalidad del universo y sus cosas. Si fuera imposible este anhelo, entonces caeríamos en un relativismo insustancial. En el caso de hacer depender la filosofía de la ciencia, el conocimiento metafísico viene a identificarse con una teoría general del universo, esto es, con una única ley natural de carácter universal y necesario que rige todas las cosas, pero que no es evidente de forma inmediata. En este sentido la metafísica viene a ser la cúspide no sólo del conocimiento humano, sino que del conocimiento filosófico.

El universo y sus cosas se nos presentan como caóticos. Aparece como un desorden de mutabilidad y multiplicidad, de cambio y diversidad sin sentido aparente. No obstante, nuestro intelecto persigue encontrar el orden y la unidad en este caos, buscando darle racionalidad. En este afán se presenta un primer problema. ¿El orden que se encuentra está en la razón o en el universo y sus cosas? Algunos, como Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.), supusieron que la razón impone orden al caótico universo y sus cosas. Platón (428-347 ó 348 a. de C.) fue bastante más lejos cuando, al subrayar la perfección de las ideas en contraposición a lo que representan, concluyó que el mundo de las cosas sensibles no tiene existencia real, como sí lo tendría el mundo de las ideas. Ciertamente, no todos los filósofos han pensado como Anaxágoras o Platón, y han encontrado que el orden y la unidad del universo y sus cosas están justamente en el universo y sus cosas, pudiendo la razón encontrar aquello que le confiere orden y unidad.

La historia de la filosofía, y específicamente de la metafísica, tuvo justamente su comienzo con el primer intento intelectual para hacer inteligible la aparente confusión del mundo sensible. Un segundo problema que se presenta para obtener orden es si esta característica trascendental de todas las cosas, que es en consecuencia tanto necesaria como universal y que llega a explicar todas las cosas, es una sustancia, una fuerza o un atributo.

Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.) propuso que dicha característica es una sustancia primitiva, de la cual todo se construye y que identificó con el agua. Otros amigos presocráticos de la sabiduría prosiguieron por la misma senda. Anaximandro (610-547 a. de C.) propuso el infinito (apeiron). Anaxímenes de Mileto (¿550?-480 a. de C.) supuso que es el aire. Empédocles (s. V a. de C.) atribuyó esta sustancia a cuatro raíces: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Pitágoras (¿580-500? a. de C.) pensó que es el número. El mencionado Anaxágoras, por su parte, creyó que el principio ordenador del universo es una fuerza que la asemejó a una inteligencia (noús). Demócrito (s. V a. de C.) sugirió más bien que la característica de todas las cosas es un atributo que denominó átomo, aquello minúsculamente subsistente cuya identidad subsistiría después de todas las divisiones que se pudieran hacer a una sustancia. Heráclito (576-480 a. de C.) planteó otro atributo, el movimiento y el cambio (panta rei). Parménides (¿504-450? a. de C.) expuso que tal atributo debía ser simple, inmóvil e inmutable.

El mismo Parménides llevó la discusión del atributo universal y necesario a escalas bastante más abstractas que sus predecesores. Como vimos, siguiendo esta senda, Platón lo atribuyó a la Idea (ideai), que tiene existencia en un mundo no sensible. Aristóteles formuló la noción de que el ser tiene la característica de ser el atributo de todas las cosas, y muchos filósofos posteriores siguieron sus pasos para penetrar en los misterios de esta entidad, cada uno dando su apreciación sobre el ser.

Muchas veces los científicos son también metafísicos. Al comienzo de la ciencia moderna Descartes expuso que la sustancia no es una sino que son dos muy distintas, la res cogitans, que es espiritual, y la res extensa, que es material. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) calculó que no es una sustancia, sino que la fuerza de la gravitación universal. En nuestra época, Alberto Einstein (1879-1955) propuso el continuo espacio-temporal como la sustancia de la que el universo estaría compuesto.

Desde luego, la metafísica no pertenece al ámbito de la res cogitans de Descartes, de la manera como él supuso que la ciencia, que estudia lo que tiene extensión, tendría que ver con la res extensa. Nuestro universo no es un compuesto de dos realidades distintas en una reedición más extrema del dualismo griego, sino que la misma realidad se compone de distintas escalas de estructuras incluyentes. Tampoco es la idea einsteiniana de un continuo de espacio-tiempo, ya que tal entidad no es otra cosa que la condición como la relación causal se lleva a efecto en la interacción de las cosas. A continuación corresponde indicar que la complementariedad la estructura y de la fuerza, como entidad abstracta de escala superior, representa cabalmente el atributo común a todas las cosas, y es el objeto formal y material de la metafísica.


La esencia de la metafísica


La distinción que Kant hizo entre el fenómeno y la cosa en sí es real. En efecto, nosotros podemos concebir el fenómeno como correspondiente a las funciones propias de cada cosa en cuanto origen de causas y receptora de efectos. Luego, podemos concordar con Kant que las cosas pueden conocerse por sus funciones si identificamos apariencia con función. Por ejemplo, el verde del árbol. Así, pues, nuestros sentidos captan las manifestaciones de las cosas y nosotros podemos relacionarlas ontológicamente tras reunir orgánicamente sensaciones en percepciones, percepciones en imágenes, imágenes en ideas en escalas ascendentes e inclusivas. En fin, también podemos conocer sus relaciones causales.

Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también podemos conocer la cosa en sí, el noumeno, pues si podemos conocer la función, también es posible conocer su origen. Para ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para llegar a predicar el por qué es de todas las cosas. Digamos que definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en sí. Para conocer la cosa en sí debemos primero entender que toda cosa es funcional, es decir, es sujeto de fenómenos, porque es estructura y fuerza. Adicionalmente, al responder que las cosas son estructura y fuerza, se está diciendo también que las cosas se componen de subestructuras de múltiples escalas inferiores inclusivas y son partes de estructuras de múltiples escalas superiores inclusivas. Por lo tanto, cualquier ser de cualquier escala puede ser definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función específica más relevante.

Toda cosa, es decir, toda cosa en sí, está compuesta de estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Toda cosa es una estructura funcional, pues ejerce fuerzas y es receptora de fuerzas. Por ello toda cosa es tanto causa como efecto. Tanto la estructura como la fuerza son los elementos que comparten todas las cosas del universo, definen a todo ser por lo que es y explican en consecuencia la cosa en sí. Ambas pueden llegar a ser conocidas tras comprender que las cosas se relacionan causalmente. La cosa en sí no es un ente inmutable y eterno.

Esta comprensión proviene de entender al modo de la ciencia que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura siempre tiene la capacidad para ejercer fuerza en su calidad de causa, y es objeto de fuerza en su calidad efecto. La relación causal se manifiesta como el traspaso de energía entre la causa y el efecto. En el ejercicio de la fuerza una estructura puede afectar otra estructura o verse ella misma afectada por otra estructura de un modo absolutamente determinado según la fuerza ejercida y el modo de ejercerla. La misma fuerza puede medirse y su tipo ser descrito. Igualmente, la estructura puede ser conocida no sólo por sus manifestaciones, sino que también por sus funciones. En fin, todo ejercicio de fuerza produce cambio, aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que no tenga una mentalidad más científica.

En consecuencia, nosotros podemos sostener, en contra de Kant, que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas y apriorísticas, sino a posteriori del determinismo del universo y de cómo funcionan todas las cosas. Así, por mucho que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del espacio y del tiempo, y que viva además inmerso en una realidad en permanente transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuados por nuestro intelecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras entender el modo causal que tienen las cosas para relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el origen del actuar causal y predicar estas características de todos los seres del universo.

Existen dos órdenes de proposiciones trascendentales que lo seres humanos podemos conocer con absoluta verdad. Reiteraré que por trascendental debemos entender que son proposiciones necesarias y que son válidas para el universo entero. El primer orden pertenece a las leyes universales que llegamos a expresar y formular como proposiciones. Estas proposiciones surgen del modo de funcionar del universo y sus cosas y que podemos conocer a través de las relaciones causales. Por ejemplo, “la temperatura de ebullición del agua a presión atmosférica es de 100º Celsius”; “la fuerza de gravedad es directamente proporcional a la masa e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia”; “el agua son moléculas compuestas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno”. Con el explosivo avance científico hemos podido llegar a conocer incontables leyes universales.

El segundo orden pertenece a la metafísica. Estas proposiciones, cuya cantidad es escasa en comparación con el primero, surgen del modo de ser del universo y sus cosas y que podemos obtener a través de la abstracción de relaciones ontológicas en su máxima universalización. Una parte importante de estas relaciones ontológicas son necesariamente leyes universales. Por ejemplo, “todas las cosas del universo, incluido el mismo universo, son al mismo tiempo estructuras y fuerzas”; “desde el extremo de la escala fundamental hasta el extremo de la escala universal todas las cosas están compuestas por estructuras de una escala inferior y forman parte de una estructura de escala superior”; “en razón a su capacidad intrínseca para ser causa o efecto toda estructura es funcional”.

Entre estos dos órdenes de proposiciones trascendentales existen diferencias. Por una parte, las proposiciones del primer orden provienen del conocimiento experimental de las relaciones causales, mientras las proposiciones metafísicas surgen de nuestra capacidad de abstracción y de nuestro mayor o menor conocimiento de la realidad. Por otra parte, la escala de una ley universal es siempre específica, mientras que la escala de una proposición metafísica ocurre en un ámbito abstracto y de conocimiento que considera todas las escalas. Esta particularidad es de capital importancia si pretendemos llegar a conocer el universo y su significación última.

Al parecer, nunca será suficiente resaltar la crucial importancia que tienen las proposiciones metafísicas en nuestra comprensión de la realidad. Podremos llegar a conocer muy bien cómo el universo y sus cosas funcionan a través del conocimiento de innumerables leyes naturales, pero este conocimiento queda irremediablemente corto para entender qué es el universo y sus cosas. Podremos dedicar muchos recursos y esfuerzos a desentrañar las relaciones causales que rigen el universo, y así mejorar indudablemente nuestras condiciones de supervivencia, pero si no efectuamos la compleja y difícil tarea de alcanzar relaciones ontológicas cada vez más abstractas y, por tanto, universales con gran sentido crítico de permanente referencia a la realidad, nuestra vida se desenvolverá sin rumbo definido, sumergida en el mito y en el relativismo.


La relación metafísica


La relación metafísica es la máxima expresión de las relaciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensamiento filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando principalmente el método empírico, trata de la universalización de la relación causal, en búsqueda de la ley que la explica como una relación ontológica, con el propósito de obtener la certeza absoluta, la metafísica trata de la universalización de las relaciones ontológicas con el propósito de conseguir la máxima conceptualización del universo en procura de la unidad de la verdad. Estas diferentes funciones es lo que distingue la metafísica de la ciencia.

En consecuencia, la primera condición de la relación metafísica que tenga un sentido verdadero es que la misma pregunta "¿por qué es?" que llega a formular surge del preguntarse ¿qué es? de la filosofía, y "¿cómo es?" y también "¿por qué del cómo es?" de la ciencia. La segunda condición es que la organización del conocimiento metafísico debe depender de parámetros ontológicos que provengan de las respuestas científicas establecidas y consolidadas en una estructura de conocimiento en una escala superior desde donde se abre la posibilidad de dar respuesta a la pregunta que formula la metafísica.

La importancia de situarse en la máxima escala posible de las relaciones ontológicas que es dable derivar de las relaciones causales y lógicas es doble. En primer lugar allí se puede obtener un conocimiento conceptualizado y unificado de un universo puramente real, en contraposición con el universo puramente ideal que encuentra el idealismo. También evita categorías inmateriales impuestas a fortiori, como forma, espíritu, etc. Por el contrario, lo múltiple y lo mutable, formulados por la ciencia en hipótesis, modelos y teorías para obtener las leyes que rigen el cambio, pueden adquirir un significado distinto cuando se los somete a relaciones ontológicas que incorporan las categorías de la complementariedad de la estructura y la fuerza, donde la causalidad del universo juega un rol esencial, en vez de la noción de ser, que en su inmutabilidad y unidad se vuelve hermética e ideal. Ello puede fundamentar la respuesta al ¿por qué es? universal, dándole su verdadera significación.

En segundo lugar, el discurso ubicado en la escala máxima de nuestro acercamiento cognoscitivo del universo es mucho más que el metalenguaje de un lenguaje. La identificación de las relaciones ontológicas en sus distintas escalas con lenguajes y metalenguajes pertenece a una concepción del ser puramente nominal, incapaz de articular representaciones trascendentales de las cosas objetivas y de otorgar al pensamiento primacía sobre el lenguaje. En efecto, el discurso metafísico contiene herramientas conceptuales suficientemente abstractas como para referirse a la totalidad del universo sin exclusión y de manera necesaria.

Los conceptos de la complementariedad estructura y fuerza, esto es, de la composición espacial de la estructura y su funcionalidad y de la unidad última de la fuerza y su accionar en el tiempo, son tan trascendentales como el concepto de ser, pero considerablemente más significativos que éste, pues representan a la constitución íntima y fundamental de todos los seres del universo. Así, lo trascendental en el universo es ciertamente la complementariedad de la fuerza y la estructura. Sin embargo, estas características provienen de los dos principios constitutivos del universo, que son también trascendentales y que podemos comprender. Estos son la materia y la energía. También las dimensiones que generan en su interacción, que son el tiempo y la energía, son trascendentales. El tiempo mide la duración de un proceso, mientras que el espacio mide la extensión donde se verifica dicho proceso, y sabemos que absolutamente todo está continuamente cambiando dentro de procesos orgánicos. Adicionalmente, el interactuar mismo es trascendental, que es la relación de la causa y su efecto. Sobre todos estos trascendentales podemos tener conceptos, que son desde luego muy abstractos y que conforman nuestras relaciones metafísicas.

La respuesta a la pregunta “¿por qué es?” está comprendida entre la abscisa de cantidad y la abscisa de constitución, funcionamiento y desarrollo, para llegar a la relación causal, puesto que está dirigida a estructurar sintéticamente tanto la universalidad de las leyes como la universalidad de las significaciones. Desde la perspectiva científica, la respuesta alcanza, primero, a la determinación del funcionamiento de las cosas, en respuesta a la formulación de hipótesis, para propender a través de modelos y teorías a la determinación de las leyes que rigen el funcionamiento de las cosas dentro de todo el ámbito del universo. Desde la perspectiva metafísica se llega a lo universal y necesario de las cosas en función de la complementariedad de la estructura y la fuerza.

Por la comprensión de la relación causal se penetra en la complejidad. Esta nos va pareciendo mayor en la misma medida que el universo va creciendo a nuestro conocimiento, o que vayamos adquiriendo mayor conciencia y conocimiento de sus distintos aspectos; y si la complejidad del universo es infinita para nuestro conocimiento, la potencialidad de la ciencia es también infinita. Pero el límite lo impone, en primer lugar, nuestra cultura científica-filosófica, y en segundo lugar, nuestra propia capacidad cognoscitiva en particular, nuestro caudal específico de conocimientos acoplado a nuestra conciencia específica de la realidad. La complejidad constituye, por derecho propio, una coordenada de conocimiento que parte desde lo simple hacia la complejidad infinita.

Aunque lo múltiple y lo mutable puede ciertamente predicarse de la complejidad, lo que la caracteriza es la relación causal: el tipo de fuerza, la escala de la estructura, la amplitud del proceso. Ello exige del método científico un gran esfuerzo para penetrar en la incertidumbre de lo indeterminado, lo relativo y lo complejo. Descartes, en los albores de la ciencia, intuyendo la incertidumbre que había en ese campo del conocimiento, prefirió dar marcha atrás para refugiarse únicamente en la coordenada de la cantidad, de lo extenso, y dedicarse a buscar ideas claras y distintas, afirmando en primer lugar que el ser depende del pensar. Su esfuerzo concerniente a buscar la racionalidad del universo sigue siendo válido, a pesar de que en la actualidad sabemos que en medio de su gigantesco desarrollo la ciencia penetra cada vez más profundamente en lo complejo de la realidad. Sin embargo, la realidad, para su comprensión cabal, depende de la mayor escala de abstracción que podamos alcanzar de las relaciones ontológicas. Y en esta escala las ideas se tornan nuevamente en claras y distintas cuando introducimos los conceptos de estructura y fuerza.


El pensar metafísico


Hemos visto que ha habido en la historia de la filosofía una cantidad apreciable de intentos para buscar racionalidad en el universo y sus cosas. Ciertamente, la búsqueda de racionalidad procura encontrar la unidad y la verdad en donde lo primero que aparece a nuestro intelecto es la diversidad de lo múltiple y lo mutable, que son fuente de potenciales contradicciones. El problema de todas estas distintas concepciones filosóficas para conceptualizar la totalidad de las cosas del universo es uno solo: llegar a un concepto lo suficientemente abstracto y trascendental que pueda predicarse significativamente de todas ellas como referente de todo. Si este concepto tuviera la capacidad de ser predicado de todo, se superaría la contradicción y podría ser posible la verdad en esta misteriosa realidad.

Lo anterior implica que la relación ontológica más universal de todas, que es de la escala de abstracción máxima y que es, por lo tanto, propiamente metafísica, debe estar firmemente asentada en las relaciones causales que provee la ciencia si se desea llegar a determinar la verdadera característica que hace de la multiplicidad y mutabilidad de la realidad tener racionalidad. Esta relación ontológica más universal debe referirse cabalmente al mundo real, y resulta ser falsa si contradice de alguna manera las relaciones causales que descubre la ciencia. Precisamente, el mundo real es un mundo de relaciones causales, y estas relaciones comprenden la materia y la energía, el tiempo y el espacio y, en último término, la estructura y la fuerza. En consecuencia, el problema que la metafísica debe resolver es ¿qué es lo trascendental que tienen todas las relaciones causales para que puedan ser representadas por una sola relación ontológica unificadora, aquélla de máxima abstracción?

Además, a diferencia de una sustancia, la entidad universal y unificadora debiera ser en realidad un atributo de las cosas si se quiere que éstas sean justamente sujetos y objetos de las relaciones causales. En cambio, una sustancia tendría una realidad distinta de las cosas, las que, desde el punto de vista metafísico, demandan de una relación ontológica que las englobe con necesidad. No podría existir una relación ontológica que se refiera el mismo tiempo a una sustancia y a las cosas.

Por su parte, la noción de “ser”, aunque tiene la virtud de referirse a todas las cosas, tiene el problema que ella resulta ajena a las relaciones causales. La complementariedad fuerza-estructura es el atributo unificador, necesario y universal del universo y sus cosas. Surge como la explicación de todas las relaciones causales, comprende los principios constituyentes del universo y sus cosas, es a la vez el concepto de máxima abstracción de todas las relaciones ontológicas y tiene la misma extensión que el concepto de ser.

Un problema adicional es si acaso nuestro intelecto abstracto y racional es el único instrumento que tenemos para encontrar el sentido de las cosas. Debemos pensar que si nuestra “conciencia de sí,” en su interacción con el universo, logra generar un conocimiento objetivo de la realidad, nuestra “conciencia profunda” puede conocer la realidad desde otra escala con una perspectiva misteriosa. Esta diferencia de escalas no se refiere al tipo de conocimiento, sino que se refiere al tipo de conciencia. De este modo, para la conciencia de sí, las relaciones ontológica, causal y lógica son tan fundamentales que la definen. En cambio, para la conciencia profunda, lo fundamental es la apertura humilde y sincera a lo misterioso de la realidad, principalmente de aquélla que transciende al universo. La verdad objetiva, objeto del conocimiento racional, es distinta de la verdad que surge en la conciencia profunda que se sustenta en una actitud humilde de fe.

Es bueno señalar que tanto la capacidad de obtener una relación ontológica de máxima abstracción a partir de las relaciones causales develadas por la ciencia como llegar a verdades presentadas por la conciencia profunda son distintas a las conclusiones del pensamiento lógico, propio de la conciencia de sí y de la razón. Este pensamiento puramente racional avanza dando paso tras paso de una manera perfectamente coherente. Dos razones en desacuerdo pueden llegar incluso a coincidir en la misma conclusión si en el diálogo se descubre el error cometido, o la omisión en la argumentación. Tanto como en forma lógica se puede obtener acuerdo acerca de una conclusión, en la misma forma se puede derivar una acción consecuente. Esta puede ir desde una partida de caza o la construcción de un puente, hasta implementar la “solución final” nazi o apretar el botón rojo para iniciar el holocausto nuclear. Estas acciones son perfectamente racionales y coherentes y derivan de los pasos lógicos que se dan dentro de una misma escala.

Evidentemente podemos observar que un ser humano no se reduce a su capacidad de razonar lógicamente, cual computadora, y que una acción no se reduce a su lógica interna. Una teoría general del universo no puede darse sin una conciencia que tenga por referencia el origen y sentido del universo, y dentro de este marco, nuestro origen y sentido como personas, y tal conciencia es producto de la capacidad humana de abstracción. Además, la conciencia profunda, que funciona en una escala mayor, provee el marco de profunda sabiduría y humilde admiración dentro del cual el conocimiento objetivo y la acción lógica se pueden desarrollar más fecundamente.

Así pues, una acción moral no se valida desde la conciencia de sí, ni tampoco desde una legislación objetiva. La acción moral es validada desde la escala ocupada por la conciencia profunda, íntimamente subjetiva, que se desarrolla dentro de un marco de visión cósmica y trascendente y de valoraciones que provienen de cómo entender el sentido último de la vida. La bondad o la maldad de una acción moral son juzgadas según este marco de la conciencia profunda. El imperativo categórico, para utilizar una expresión de juicio moral, no proviene de un comando de la razón objetiva, como supuso Kant, sino que de una apreciación que incluye la realidad misteriosa. El racionalismo no logra explicar un metalenguaje moral. Tampoco una acción moral llega a responder a una ley universal, como pensaba Kant, si no es aquélla del mandato evangélico de caridad. Sin embargo, estos temas están más vinculados con una filosofía moral o una teoría moral que con una epistemología.

No debemos olvidar que nuestra racionalización de la realidad puede verse degradada por dos perniciosas influencias que dificultan llegar a la verdad objetiva. Por una parte está nuestra humana tendencia para racionalizar en simples y fáciles consignas abstractas la compleja realidad, aquella que los antiguos filósofos griegos identificaron con el caos. Así, nos resulta cómodo distinguir lo bueno de lo malo, darles valores absolutos, identificar lo malo con un legítimo otro como el enemigo que debe ser destruido. Por la otra se encuentra la pervivencia de creencias que casi se pierden en el tiempo, transmitidas por la cultura y que comandan nuestra cosmovisión en todos los terrenos. Por ejemplo, no estamos conscientes que somos esclavos del dualismo platónico y del gnosticismo maniqueo gracias a ideas muy asentadas en la cultura occidental. A través de estas mismas ideas, ha pasado también la suposición del Génesis que nuestra naturaleza se encuentra caída, pero que puede ser recuperada por una intervención divina. J. J. Rousseau (1712-1778), a partir de esta idea, nos trajo la idea del hombre natural, primitivo, como el ideal perdido por la civilización. Aceptamos el derecho de propiedad explicado por Juan Locke (1632-1704), incluso en su forma absoluta que lo estableció por sobre los derechos a la vida y a la libertad tras la implantación del capitalismo. Hemos hecho nuestros el ideal de autorrealización personal como el objetivo de la vida del individuo, sin estar enterados que Alfred Adler (1870-1937) lo propuso como forma para evitar traumas. Y así, sin saberlo, se ha ido construyendo el edificio de nuestras creencias más queridas.

Mientras tanto, la revolución científica, que se propuso desentrañar de la realidad el ancestral caos, ha efectuado avances enormes desde Galileo. Uno de los propósitos de la ciencia es ordenar este aparente caos. Así, Linneo clasificó las especies del reino vegetal y del reino animal. Mendeliev hizo lo propio con los elementos químicos, estableciendo la tabla periódica. Los físicos atómicos todavía siguen clasificando partículas subatómicas y los astrónomos, estrellas y galaxias. Hasta el intrincado genoma humano ha sido clasificado. Otros de los propósitos de la ciencia es el entender cómo funcionan las cosas. En este objetivo Darwin develó el mecanismo de la evolución biológica, Bohr, la estructura atómica, Freud, el subconsciente, Watson y Crick, la doble hélice del ADN.

Uno podría concluir que todo este gigantesco desarrollo científico, que resalta la relación causal como la explicación del acontecer, nos ha dado la sabiduría, mientras ha estado exterminando formalmente el mito. Sin embargo podemos observar que la gente sigue atada irremediablemente a su propia inveterada y arcaica cosmovisión. La razón es que la ciencia ha podido demostrar efectivamente que la realidad resultó no ser caótica, sino que muy compleja, siendo el caos sólo aparente. Pero al mismo tiempo, ella ha resultado ser incapaz para responder a las últimas cuestiones, aquellas más trascendentales para la existencia personal. De ahí que la metafísica esté llamada a recuperar el sitial que tuvo en los momentos de mayor clarividencia de la historia humana.



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unhum5f.blogspot.com/,  corresponde al Capítulo 6, “La relación metafísica”, del Libro V, El pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com/).