La
metafísica es la máxima conceptualización de la realidad y trata de la
obtención de lo trascendental respecto al universo y sus cosas. Es posible
llegar a un conocimiento unificado y necesario del universo a partir del
conocimiento científico llevado a una escala superior de abstracción. Desde los
albores de la filosofía, en Grecia, los filósofos se han propuesto encontrar
aquello que unifica y da sentido racional a la diversidad y al cambio que se
experimenta cuando se observa la realidad. Podemos conocer íntimamente la
realidad cuando al conocer sus relaciones causales llegamos a establecer que
las cosas son funcionales porque ejercen fuerza. La unidad del universo se
encuentra en último término en la idea de la complementariedad de la fuerza y
la estructura.
Patricio Valdés Marín
La
metafísica
La metafísica se erige sobre el conocimiento de una
realidad de relaciones causales y de multiplicidad de objetos según el pensamiento
que se elabora de acuerdo a las relaciones ontológicas más abstractas y, desde
luego, a relaciones lógicas rigurosas. En primer lugar, las relaciones causales
que universalizamos en relaciones ontológicas necesitan un contexto teórico
para ser englobadas dentro de categorías conceptuales y, por tanto, abstractas.
Para llegar a una verdadera comprensión de la realidad, no basta obtener una
sumatoria de hechos observados y/o experimentados de modo inductivo, de los que
incluso derivamos leyes universales. Preguntas como ¿qué es la vida?, ¿qué es
el universo? y, en último término, ¿qué es el ser? pueden hacerse, no como
producto solo del conocimiento objetivo de relaciones causales, sino que
dependen de un contexto teórico y abstracto, pero no del modo apriorístico
kantiano, sino que objetivo y a
posteriori.
Para ser verdadero este contexto debe ser crítico, es
decir, debe responder plenamente a la realidad. Por ejemplo, la cosmología
contemporánea o, mejor dicho, la mayoría de los cosmólogos de hoy día dependen
del contexto teórico expresado por la teoría general de la relatividad de
Einstein. Sin embargo, al hacerlo ellos deben aceptar sin crítica alguna lo que
esta teoría afirma respecto a la naturaleza del continuum espacio-temporal einsteniano como preexistente a las
cosas del universo. Si se contradijera la concepción acerca de dicha
naturaleza, entonces toda esta cosmología resultaría errónea.
Del mismo modo que la relación causal, la relación
lógica requiere de un marco teórico como contexto para una mayor certeza. En la
argumentación lógica las mismas premisas arrojarán siempre la misma conclusión.
Cómo lo demuestran las computadoras, la lógica obedece a un orden mecánico. Sin
embargo, una conclusión lógica no es inalterable si las premisas son modificadas.
Un sano pensamiento humano abstracto está ejerciendo continuamente una crítica
sobre las premisas. Éstas son juicios que hacemos sobre la realidad que
experimentamos. Necesitamos que los juicios sean verdaderos, es decir, que se
adecuen a la realidad. La sabiduría surge al reintroducir nuevas relaciones
propositivas, argumentos y puntos de vista, apelando a aún mayor abstracción.
Combinando los dos mecanismos epistemológicos primarios
–la relación ontológica y la relación causal– junto con el mecanismo secundario
de la relación lógica para dar respuesta al "por qué de los porqués",
es posible obtener un conocimiento unificado del universo en una especie de
reedición de la metafísica clásica, pero respetando la autonomía de las dos metodologías
del conocimiento objetivo, que son la filosófica y la científica.
La palabra “metafísica” se usará como el ámbito de
expresión más abstracto y sobre todo más trascendental de la filosofía. Su
función específica es el conocimiento que se puede obtener a partir de las
conclusiones de la ciencia, pero llevado por un punto de vista filosófico a una
escala más abstracta, necesaria y universal, en una máxima conceptualización de
la realidad.
Sabemos que la palabra “metafísica” es a lo menos
bastante ambigua y equívoca, siendo empleada, ya en su forma más degenerada,
por algunos esotéricos para denotar las cosas que no son capaces de explicar,
mientras le confieren una áurea de misterio a algunas fantasías. Aquí se hará
uso de la mencionada palabra en el sentido que Aristóteles, o sus discípulos,
le dio originalmente para referirse a ideas bastante abstractas que parten de
la experiencia de lo real y que aspiran referirse a la realidad. Estas ideas
estaban contenidas en su tratado denominado Metafísica
para enlazarse de manera más bien práctica al libro que venía a continuación de
su libro llamado Física, el que
contenía temas más relacionados con una realidad más concreta.
El punto crítico de la metafísica es hallar una idea
tan trascendental, por lo universal y necesaria, que pueda explicar la
totalidad del universo y sus cosas. Si fuera imposible este anhelo, entonces
caeríamos en un relativismo insustancial. En el caso de hacer depender la
filosofía de la ciencia, el conocimiento metafísico viene a identificarse con
una teoría general del universo, esto es, con una única ley natural de carácter
universal y necesario que rige todas las cosas, pero que no es evidente de forma
inmediata. En este sentido la metafísica viene a ser la cúspide no sólo del
conocimiento humano, sino que del conocimiento filosófico.
El universo y sus cosas se nos presentan como caóticos.
Aparece como un desorden de mutabilidad y multiplicidad, de cambio y diversidad
sin sentido aparente. No obstante, nuestro intelecto persigue encontrar el
orden y la unidad en este caos, buscando darle racionalidad. En este afán se
presenta un primer problema. ¿El orden que se encuentra está en la razón o en
el universo y sus cosas? Algunos, como Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.),
supusieron que la razón impone orden al caótico universo y sus cosas. Platón
(428-347 ó 348 a. de C.) fue bastante más lejos cuando, al subrayar la
perfección de las ideas en contraposición a lo que representan, concluyó que el
mundo de las cosas sensibles no tiene existencia real, como sí lo tendría el
mundo de las ideas. Ciertamente, no todos los filósofos han pensado como
Anaxágoras o Platón, y han encontrado que el orden y la unidad del universo y
sus cosas están justamente en el universo y sus cosas, pudiendo la razón
encontrar aquello que le confiere orden y unidad.
La historia de la filosofía, y específicamente de la
metafísica, tuvo justamente su comienzo con el primer intento intelectual para
hacer inteligible la aparente confusión del mundo sensible. Un segundo problema
que se presenta para obtener orden es si esta característica trascendental de
todas las cosas, que es en consecuencia tanto necesaria como universal y que
llega a explicar todas las cosas, es una sustancia, una fuerza o un atributo.
Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.) propuso que dicha
característica es una sustancia primitiva, de la cual todo se construye y que
identificó con el agua. Otros amigos presocráticos de la sabiduría prosiguieron
por la misma senda. Anaximandro (610-547 a. de C.) propuso el infinito (apeiron). Anaxímenes de Mileto
(¿550?-480 a. de C.) supuso que es el aire. Empédocles (s. V a. de C.) atribuyó
esta sustancia a cuatro raíces: el fuego, el aire, el agua y la tierra.
Pitágoras (¿580-500? a. de C.) pensó que es el número. El mencionado
Anaxágoras, por su parte, creyó que el principio ordenador del universo es una
fuerza que la asemejó a una inteligencia (noús). Demócrito (s. V a. de C.)
sugirió más bien que la característica de todas las cosas es un atributo que
denominó átomo, aquello minúsculamente subsistente cuya identidad subsistiría
después de todas las divisiones que se pudieran hacer a una sustancia.
Heráclito (576-480 a. de C.) planteó otro atributo, el movimiento y el cambio (panta rei). Parménides (¿504-450? a. de
C.) expuso que tal atributo debía ser simple, inmóvil e inmutable.
El mismo Parménides llevó la discusión del atributo
universal y necesario a escalas bastante más abstractas que sus predecesores.
Como vimos, siguiendo esta senda, Platón lo atribuyó a la Idea (ideai), que tiene existencia en un mundo
no sensible. Aristóteles formuló la noción de que el ser tiene la
característica de ser el atributo de todas las cosas, y muchos filósofos
posteriores siguieron sus pasos para penetrar en los misterios de esta entidad,
cada uno dando su apreciación sobre el ser.
Muchas veces los científicos son también metafísicos.
Al comienzo de la ciencia moderna Descartes expuso que la sustancia no es una
sino que son dos muy distintas, la res
cogitans, que es espiritual, y la res
extensa, que es material. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) calculó
que no es una sustancia, sino que la fuerza de la gravitación universal. En
nuestra época, Alberto Einstein (1879-1955) propuso el continuo
espacio-temporal como la sustancia de la que el universo estaría compuesto.
Desde luego, la metafísica no pertenece al ámbito de la
res cogitans de Descartes, de la
manera como él supuso que la ciencia, que estudia lo que tiene extensión,
tendría que ver con la res extensa.
Nuestro universo no es un compuesto de dos realidades distintas en una
reedición más extrema del dualismo griego, sino que la misma realidad se
compone de distintas escalas de estructuras incluyentes. Tampoco es la idea
einsteiniana de un continuo de espacio-tiempo, ya que tal entidad no es otra
cosa que la condición como la relación causal se lleva a efecto en la
interacción de las cosas. A continuación corresponde indicar que la
complementariedad la estructura y de la fuerza, como entidad abstracta de
escala superior, representa cabalmente el atributo común a todas las cosas, y
es el objeto formal y material de la metafísica.
La
esencia de la metafísica
La distinción que Kant hizo entre el fenómeno y la cosa
en sí es real. En efecto, nosotros podemos concebir el fenómeno como
correspondiente a las funciones propias de cada cosa en cuanto origen de causas
y receptora de efectos. Luego, podemos concordar con Kant que las cosas pueden
conocerse por sus funciones si identificamos apariencia con función. Por
ejemplo, el verde del árbol. Así, pues, nuestros sentidos captan las
manifestaciones de las cosas y nosotros podemos relacionarlas ontológicamente
tras reunir orgánicamente sensaciones en percepciones, percepciones en
imágenes, imágenes en ideas en escalas ascendentes e inclusivas. En fin,
también podemos conocer sus relaciones causales.
Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó,
también podemos conocer la cosa en sí, el noumeno,
pues si podemos conocer la función, también es posible conocer su origen. Para
ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal
como la que se necesita para llegar a predicar el por qué es de todas las
cosas. Digamos que definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en
sí. Para conocer la cosa en sí debemos primero entender que toda cosa es funcional,
es decir, es sujeto de fenómenos, porque es estructura y fuerza.
Adicionalmente, al responder que las cosas son estructura y fuerza, se está
diciendo también que las cosas se componen de subestructuras de múltiples
escalas inferiores inclusivas y son partes de estructuras de múltiples escalas
superiores inclusivas. Por lo tanto, cualquier ser de cualquier escala puede
ser definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función
específica más relevante.
Toda cosa, es decir, toda cosa en sí, está compuesta de
estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Toda cosa es una
estructura funcional, pues ejerce fuerzas y es receptora de fuerzas. Por ello
toda cosa es tanto causa como efecto. Tanto la estructura como la fuerza son los
elementos que comparten todas las cosas del universo, definen a todo ser por lo
que es y explican en consecuencia la cosa en sí. Ambas pueden llegar a ser
conocidas tras comprender que las cosas se relacionan causalmente. La cosa en
sí no es un ente inmutable y eterno.
Esta comprensión proviene de entender al modo de la
ciencia que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son
estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como
producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura siempre
tiene la capacidad para ejercer fuerza en su calidad de causa, y es objeto de
fuerza en su calidad efecto. La relación causal se manifiesta como el traspaso
de energía entre la causa y el efecto. En el ejercicio de la fuerza una
estructura puede afectar otra estructura o verse ella misma afectada por otra
estructura de un modo absolutamente determinado según la fuerza ejercida y el
modo de ejercerla. La misma fuerza puede medirse y su tipo ser descrito. Igualmente,
la estructura puede ser conocida no sólo por sus manifestaciones, sino que
también por sus funciones. En fin, todo ejercicio de fuerza produce cambio,
aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que no tenga
una mentalidad más científica.
En consecuencia, nosotros podemos sostener, en contra
de Kant, que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas y
apriorísticas, sino a posteriori del
determinismo del universo y de cómo funcionan todas las cosas. Así, por mucho
que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su
propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del espacio y
del tiempo, y que viva además inmerso en una realidad en permanente
transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias
absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuados por nuestro
intelecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento
del universo. Tras entender el modo causal que tienen las cosas para
relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar
ontológicamente el origen del actuar causal y predicar estas características de
todos los seres del universo.
Existen dos órdenes de proposiciones trascendentales
que lo seres humanos podemos conocer con absoluta verdad. Reiteraré que por
trascendental debemos entender que son proposiciones necesarias y que son
válidas para el universo entero. El primer orden pertenece a las leyes
universales que llegamos a expresar y formular como proposiciones. Estas
proposiciones surgen del modo de funcionar del universo y sus cosas y que
podemos conocer a través de las relaciones causales. Por ejemplo, “la
temperatura de ebullición del agua a presión atmosférica es de 100º Celsius”;
“la fuerza de gravedad es directamente proporcional a la masa e inversamente
proporcional al cuadrado de la distancia”; “el agua son moléculas compuestas
por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno”. Con el explosivo avance
científico hemos podido llegar a conocer incontables leyes universales.
El segundo orden pertenece a la metafísica. Estas
proposiciones, cuya cantidad es escasa en comparación con el primero, surgen
del modo de ser del universo y sus cosas y que podemos obtener a través de la
abstracción de relaciones ontológicas en su máxima universalización. Una parte
importante de estas relaciones ontológicas son necesariamente leyes
universales. Por ejemplo, “todas las cosas del universo, incluido el mismo
universo, son al mismo tiempo estructuras y fuerzas”; “desde el extremo de la
escala fundamental hasta el extremo de la escala universal todas las cosas
están compuestas por estructuras de una escala inferior y forman parte de una
estructura de escala superior”; “en razón a su capacidad intrínseca para ser
causa o efecto toda estructura es funcional”.
Entre estos dos órdenes de proposiciones
trascendentales existen diferencias. Por una parte, las proposiciones del
primer orden provienen del conocimiento experimental de las relaciones
causales, mientras las proposiciones metafísicas surgen de nuestra capacidad de
abstracción y de nuestro mayor o menor conocimiento de la realidad. Por otra
parte, la escala de una ley universal es siempre específica, mientras que la
escala de una proposición metafísica ocurre en un ámbito abstracto y de
conocimiento que considera todas las escalas. Esta particularidad es de capital
importancia si pretendemos llegar a conocer el universo y su significación
última.
Al parecer, nunca será suficiente resaltar la crucial
importancia que tienen las proposiciones metafísicas en nuestra comprensión de
la realidad. Podremos llegar a conocer muy bien cómo el universo y sus cosas
funcionan a través del conocimiento de innumerables leyes naturales, pero este
conocimiento queda irremediablemente corto para entender qué es el universo y sus
cosas. Podremos dedicar muchos recursos y esfuerzos a desentrañar las
relaciones causales que rigen el universo, y así mejorar indudablemente
nuestras condiciones de supervivencia, pero si no efectuamos la compleja y
difícil tarea de alcanzar relaciones ontológicas cada vez más abstractas y, por
tanto, universales con gran sentido crítico de permanente referencia a la
realidad, nuestra vida se desenvolverá sin rumbo definido, sumergida en el mito
y en el relativismo.
La
relación metafísica
La relación metafísica es la máxima expresión de las
relaciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensamiento
filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras
la ciencia, empleando principalmente el método empírico, trata de la
universalización de la relación causal, en búsqueda de la ley que la explica
como una relación ontológica, con el propósito de obtener la certeza absoluta,
la metafísica trata de la universalización de las relaciones ontológicas con el
propósito de conseguir la máxima conceptualización del universo en procura de
la unidad de la verdad. Estas diferentes funciones es lo que distingue la
metafísica de la ciencia.
En consecuencia, la primera condición de la relación
metafísica que tenga un sentido verdadero es que la misma pregunta "¿por
qué es?" que llega a formular surge del preguntarse ¿qué es? de la
filosofía, y "¿cómo es?" y también "¿por qué del cómo es?"
de la ciencia. La segunda condición es que la organización del conocimiento
metafísico debe depender de parámetros ontológicos que provengan de las
respuestas científicas establecidas y consolidadas en una estructura de
conocimiento en una escala superior desde donde se abre la posibilidad de dar
respuesta a la pregunta que formula la metafísica.
La importancia de situarse en la máxima escala posible
de las relaciones ontológicas que es dable derivar de las relaciones causales y
lógicas es doble. En primer lugar allí se puede obtener un conocimiento
conceptualizado y unificado de un universo puramente real, en contraposición
con el universo puramente ideal que encuentra el idealismo. También evita
categorías inmateriales impuestas a
fortiori, como forma, espíritu, etc. Por el contrario, lo múltiple y lo
mutable, formulados por la ciencia en hipótesis, modelos y teorías para obtener
las leyes que rigen el cambio, pueden adquirir un significado distinto cuando
se los somete a relaciones ontológicas que incorporan las categorías de la
complementariedad de la estructura y la fuerza, donde la causalidad del
universo juega un rol esencial, en vez de la noción de ser, que en su
inmutabilidad y unidad se vuelve hermética e ideal. Ello puede fundamentar la
respuesta al ¿por qué es? universal, dándole su verdadera significación.
En segundo lugar, el discurso ubicado en la escala
máxima de nuestro acercamiento cognoscitivo del universo es mucho más que el
metalenguaje de un lenguaje. La identificación de las relaciones ontológicas en
sus distintas escalas con lenguajes y metalenguajes pertenece a una concepción
del ser puramente nominal, incapaz de articular representaciones
trascendentales de las cosas objetivas y de otorgar al pensamiento primacía
sobre el lenguaje. En efecto, el discurso metafísico contiene herramientas
conceptuales suficientemente abstractas como para referirse a la totalidad del
universo sin exclusión y de manera necesaria.
Los conceptos de la complementariedad estructura y
fuerza, esto es, de la composición espacial de la estructura y su funcionalidad
y de la unidad última de la fuerza y su accionar en el tiempo, son tan
trascendentales como el concepto de ser, pero considerablemente más
significativos que éste, pues representan a la constitución íntima y
fundamental de todos los seres del universo. Así, lo trascendental en el universo
es ciertamente la complementariedad de la fuerza y la estructura. Sin embargo,
estas características provienen de los dos principios constitutivos del
universo, que son también trascendentales y que podemos comprender. Estos son
la materia y la energía. También las dimensiones que generan en su interacción,
que son el tiempo y la energía, son trascendentales. El tiempo mide la duración
de un proceso, mientras que el espacio mide la extensión donde se verifica
dicho proceso, y sabemos que absolutamente todo está continuamente cambiando
dentro de procesos orgánicos. Adicionalmente, el interactuar mismo es
trascendental, que es la relación de la causa y su efecto. Sobre todos estos
trascendentales podemos tener conceptos, que son desde luego muy abstractos y que
conforman nuestras relaciones metafísicas.
La respuesta a la pregunta “¿por qué es?” está
comprendida entre la abscisa de cantidad y la abscisa de constitución,
funcionamiento y desarrollo, para llegar a la relación causal, puesto que está
dirigida a estructurar sintéticamente tanto la universalidad de las leyes como
la universalidad de las significaciones. Desde la perspectiva científica, la
respuesta alcanza, primero, a la determinación del funcionamiento de las cosas,
en respuesta a la formulación de hipótesis, para propender a través de modelos
y teorías a la determinación de las leyes que rigen el funcionamiento de las
cosas dentro de todo el ámbito del universo. Desde la perspectiva metafísica se
llega a lo universal y necesario de las cosas en función de la
complementariedad de la estructura y la fuerza.
Por la comprensión de la relación causal se penetra en
la complejidad. Esta nos va pareciendo mayor en la misma medida que el universo
va creciendo a nuestro conocimiento, o que vayamos adquiriendo mayor conciencia
y conocimiento de sus distintos aspectos; y si la complejidad del universo es
infinita para nuestro conocimiento, la potencialidad de la ciencia es también
infinita. Pero el límite lo impone, en primer lugar, nuestra cultura científica-filosófica,
y en segundo lugar, nuestra propia capacidad cognoscitiva en particular,
nuestro caudal específico de conocimientos acoplado a nuestra conciencia
específica de la realidad. La complejidad constituye, por derecho propio, una
coordenada de conocimiento que parte desde lo simple hacia la complejidad
infinita.
Aunque lo múltiple y lo mutable puede ciertamente
predicarse de la complejidad, lo que la caracteriza es la relación causal: el
tipo de fuerza, la escala de la estructura, la amplitud del proceso. Ello exige
del método científico un gran esfuerzo para penetrar en la incertidumbre de lo
indeterminado, lo relativo y lo complejo. Descartes, en los albores de la
ciencia, intuyendo la incertidumbre que había en ese campo del conocimiento,
prefirió dar marcha atrás para refugiarse únicamente en la coordenada de la
cantidad, de lo extenso, y dedicarse a buscar ideas claras y distintas,
afirmando en primer lugar que el ser depende del pensar. Su esfuerzo
concerniente a buscar la racionalidad del universo sigue siendo válido, a pesar
de que en la actualidad sabemos que en medio de su gigantesco desarrollo la
ciencia penetra cada vez más profundamente en lo complejo de la realidad. Sin
embargo, la realidad, para su comprensión cabal, depende de la mayor escala de
abstracción que podamos alcanzar de las relaciones ontológicas. Y en esta
escala las ideas se tornan nuevamente en claras y distintas cuando introducimos
los conceptos de estructura y fuerza.
El
pensar metafísico
Hemos visto que ha habido en la historia de la
filosofía una cantidad apreciable de intentos para buscar racionalidad en el
universo y sus cosas. Ciertamente, la búsqueda de racionalidad procura
encontrar la unidad y la verdad en donde lo primero que aparece a nuestro
intelecto es la diversidad de lo múltiple y lo mutable, que son fuente de
potenciales contradicciones. El problema de todas estas distintas concepciones
filosóficas para conceptualizar la totalidad de las cosas del universo es uno
solo: llegar a un concepto lo suficientemente abstracto y trascendental que
pueda predicarse significativamente de todas ellas como referente de todo. Si
este concepto tuviera la capacidad de ser predicado de todo, se superaría la
contradicción y podría ser posible la verdad en esta misteriosa realidad.
Lo anterior implica que la relación ontológica más
universal de todas, que es de la escala de abstracción máxima y que es, por lo
tanto, propiamente metafísica, debe estar firmemente asentada en las relaciones
causales que provee la ciencia si se desea llegar a determinar la verdadera
característica que hace de la multiplicidad y mutabilidad de la realidad tener
racionalidad. Esta relación ontológica más universal debe referirse cabalmente
al mundo real, y resulta ser falsa si contradice de alguna manera las
relaciones causales que descubre la ciencia. Precisamente, el mundo real es un
mundo de relaciones causales, y estas relaciones comprenden la materia y la
energía, el tiempo y el espacio y, en último término, la estructura y la
fuerza. En consecuencia, el problema que la metafísica debe resolver es ¿qué es
lo trascendental que tienen todas las relaciones causales para que puedan ser
representadas por una sola relación ontológica unificadora, aquélla de máxima
abstracción?
Además, a diferencia de una sustancia, la entidad
universal y unificadora debiera ser en realidad un atributo de las cosas si se
quiere que éstas sean justamente sujetos y objetos de las relaciones causales.
En cambio, una sustancia tendría una realidad distinta de las cosas, las que,
desde el punto de vista metafísico, demandan de una relación ontológica que las
englobe con necesidad. No podría existir una relación ontológica que se refiera
el mismo tiempo a una sustancia y a las cosas.
Por su parte, la noción de “ser”, aunque tiene la
virtud de referirse a todas las cosas, tiene el problema que ella resulta ajena
a las relaciones causales. La complementariedad fuerza-estructura es el
atributo unificador, necesario y universal del universo y sus cosas. Surge como
la explicación de todas las relaciones causales, comprende los principios
constituyentes del universo y sus cosas, es a la vez el concepto de máxima
abstracción de todas las relaciones ontológicas y tiene la misma extensión que
el concepto de ser.
Un problema adicional es si acaso nuestro intelecto
abstracto y racional es el único instrumento que tenemos para encontrar el
sentido de las cosas. Debemos pensar que si nuestra “conciencia de sí,” en su
interacción con el universo, logra generar un conocimiento objetivo de la
realidad, nuestra “conciencia profunda” puede conocer la realidad desde otra
escala con una perspectiva misteriosa. Esta diferencia de escalas no se refiere
al tipo de conocimiento, sino que se refiere al tipo de conciencia. De este
modo, para la conciencia de sí, las relaciones ontológica, causal y lógica son
tan fundamentales que la definen. En cambio, para la conciencia profunda, lo
fundamental es la apertura humilde y sincera a lo misterioso de la realidad,
principalmente de aquélla que transciende al universo. La verdad objetiva,
objeto del conocimiento racional, es distinta de la verdad que surge en la
conciencia profunda que se sustenta en una actitud humilde de fe.
Es bueno señalar que tanto la capacidad de obtener una
relación ontológica de máxima abstracción a partir de las relaciones causales
develadas por la ciencia como llegar a verdades presentadas por la conciencia
profunda son distintas a las conclusiones del pensamiento lógico, propio de la
conciencia de sí y de la razón. Este pensamiento puramente racional avanza
dando paso tras paso de una manera perfectamente coherente. Dos razones en
desacuerdo pueden llegar incluso a coincidir en la misma conclusión si en el
diálogo se descubre el error cometido, o la omisión en la argumentación. Tanto
como en forma lógica se puede obtener acuerdo acerca de una conclusión, en la
misma forma se puede derivar una acción consecuente. Esta puede ir desde una
partida de caza o la construcción de un puente, hasta implementar la “solución
final” nazi o apretar el botón rojo para iniciar el holocausto nuclear. Estas
acciones son perfectamente racionales y coherentes y derivan de los pasos
lógicos que se dan dentro de una misma escala.
Evidentemente podemos observar que un ser humano no se
reduce a su capacidad de razonar lógicamente, cual computadora, y que una
acción no se reduce a su lógica interna. Una teoría general del universo no
puede darse sin una conciencia que tenga por referencia el origen y sentido del
universo, y dentro de este marco, nuestro origen y sentido como personas, y tal
conciencia es producto de la capacidad humana de abstracción. Además, la
conciencia profunda, que funciona en una escala mayor, provee el marco de
profunda sabiduría y humilde admiración dentro del cual el conocimiento
objetivo y la acción lógica se pueden desarrollar más fecundamente.
Así pues, una acción moral no se valida desde la
conciencia de sí, ni tampoco desde una legislación objetiva. La acción moral es
validada desde la escala ocupada por la conciencia profunda, íntimamente
subjetiva, que se desarrolla dentro de un marco de visión cósmica y
trascendente y de valoraciones que provienen de cómo entender el sentido último
de la vida. La bondad o la maldad de una acción moral son juzgadas según este
marco de la conciencia profunda. El imperativo categórico, para utilizar una
expresión de juicio moral, no proviene de un comando de la razón objetiva, como
supuso Kant, sino que de una apreciación que incluye la realidad misteriosa. El
racionalismo no logra explicar un metalenguaje moral. Tampoco una acción moral
llega a responder a una ley universal, como pensaba Kant, si no es aquélla del
mandato evangélico de caridad. Sin embargo, estos temas están más vinculados
con una filosofía moral o una teoría moral que con una epistemología.
No debemos olvidar que nuestra racionalización de la
realidad puede verse degradada por dos perniciosas influencias que dificultan
llegar a la verdad objetiva. Por una parte está nuestra humana tendencia para racionalizar
en simples y fáciles consignas abstractas la compleja realidad, aquella que los
antiguos filósofos griegos identificaron con el caos. Así, nos resulta cómodo
distinguir lo bueno de lo malo, darles valores absolutos, identificar lo malo
con un legítimo otro como el enemigo que debe ser destruido. Por la otra se
encuentra la pervivencia de creencias que casi se pierden en el tiempo,
transmitidas por la cultura y que comandan nuestra cosmovisión en todos los
terrenos. Por ejemplo, no estamos conscientes que somos esclavos del dualismo
platónico y del gnosticismo maniqueo gracias a ideas muy asentadas en la
cultura occidental. A través de estas mismas ideas, ha pasado también la
suposición del Génesis que nuestra naturaleza se encuentra caída, pero que
puede ser recuperada por una intervención divina. J. J. Rousseau (1712-1778), a
partir de esta idea, nos trajo la idea del hombre natural, primitivo, como el
ideal perdido por la civilización. Aceptamos el derecho de propiedad explicado
por Juan Locke (1632-1704), incluso en su forma absoluta que lo estableció por
sobre los derechos a la vida y a la libertad tras la implantación del
capitalismo. Hemos hecho nuestros el ideal de autorrealización personal como el
objetivo de la vida del individuo, sin estar enterados que Alfred Adler
(1870-1937) lo propuso como forma para evitar traumas. Y así, sin saberlo, se
ha ido construyendo el edificio de nuestras creencias más queridas.
Mientras tanto, la revolución científica, que se
propuso desentrañar de la realidad el ancestral caos, ha efectuado avances
enormes desde Galileo. Uno de los propósitos de la ciencia es ordenar este
aparente caos. Así, Linneo clasificó las especies del reino vegetal y del reino
animal. Mendeliev hizo lo propio con los elementos químicos, estableciendo la
tabla periódica. Los físicos atómicos todavía siguen clasificando partículas
subatómicas y los astrónomos, estrellas y galaxias. Hasta el intrincado genoma
humano ha sido clasificado. Otros de los propósitos de la ciencia es el entender
cómo funcionan las cosas. En este objetivo Darwin develó el mecanismo de la
evolución biológica, Bohr, la estructura atómica, Freud, el subconsciente,
Watson y Crick, la doble hélice del ADN.
Uno podría concluir que todo este gigantesco desarrollo
científico, que resalta la relación causal como la explicación del acontecer,
nos ha dado la sabiduría, mientras ha estado exterminando formalmente el mito.
Sin embargo podemos observar que la gente sigue atada irremediablemente a su
propia inveterada y arcaica cosmovisión. La razón es que la ciencia ha podido
demostrar efectivamente que la realidad resultó no ser caótica, sino que muy
compleja, siendo el caos sólo aparente. Pero al mismo tiempo, ella ha resultado
ser incapaz para responder a las últimas cuestiones, aquellas más
trascendentales para la existencia personal. De ahí que la metafísica esté
llamada a recuperar el sitial que tuvo en los momentos de mayor clarividencia
de la historia humana.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unhum5f.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 6, “La relación
metafísica”, del Libro V, El pensamiento
humano (ref. http://unihum5.blogspot.com/).
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